LA MIRADA Y LAS LLAMAS

 



María Carreón

Hace dos años Violeta fue violentada, privada de su libertad, amenazada de muerte. Su cuerpo, a punto de ser despedazado. Escapó, por un descuido, mejor, por un milagro del cosmos. Al hallarse de nueva cuenta en casa, no se sentía segura. Eso le trajo problemas en su vida familiar, en su vida íntima. Se recluyó, incapaz de salir a la calle. Dejó de trabajar.

Una mañana, mientras preparaba el desayuno, su marido la sorprendió con su ternura habitual. Se acercó a ella y la abrazó por detrás. Lo rechazó de inmediato. Recobró el dolor y la angustia. Su marido comprendió de inmediato y no dijo nada. La vio conmocionada, nerviosa. Violeta dejó caer una taza en el piso. Al estrellarse, quedó fría, inmóvil. Recordó la mala experiencia. En ese momento lo supo: debía recomponerse, retomar el análisis.

Recuperó el valor. Se atrevió a salir de casa, regresó a la docencia en la Universidad, reinició sus consultas. El psicoanálisis era lo suyo.

Un día, un colega le remitió a un paciente. Al recibir la llamada, algo la inquietó. El día que recibió a este hombre algo en su estómago se crispó. Era un grandulón de rostro severo, de actitud entre acongojada y bravucona. Su nombre, Israel. Llegó con la mirada clavada al piso, presa de un profundo desasosiego, de esa inquietud que no alcanza a ser definida con palabras, sólo con la proximidad del llanto o la desesperación. Se dio un largo silencio entre ellos. Violeta tiritaba, Israel también.

—No puedo más —fue él quien rompió el silencio.

Por primera vez, dejó lo taciturno para mostrar su verdadera cara, la de la violencia. Tenía los puños crispados, como si quisiera detener una andanada de golpes a la vida, a lo que fuera.

—He hecho mucho daño.

Dejó ver el arma y la placa de federal. Sus ojos vidriosos, él convertido en una mezcla de tristeza y furia.

Violeta, espantada, permaneció atenta, escuchándolo. Esa voz, esa voz, algo le movió en el alma y en todo el cuerpo. Su pulso se aceleró y volvió a experimentar el más fuerte de los miedos.


Israel pidió cerrar la ventana. Era invierno y hacía frío. Tal vez por eso temblaba, se mintió Violeta. No, no era así. El frío le venía desde adentro, desde sus huesos arrepentidos.

—Soy un hombre muy malo.

Con voz entrecortada, temerosa del horror que dejaban salir sus propias palabras, confesó su vocación de asesino. Secuestraba, mataba y sacaba los órganos de sus víctimas para venderlos.

Decenas de víctimas y sus sentimientos de indolencia permanecían intactos, hasta la ocasión que secuestró a una mujer cuya fuerza interior lo confrontó. Llevaba en sus narices el olor a sangre de los infortunados, aunque también el olor a perfume de ella.

La tenía recluida en un cuarto sucio. Le gustaba, antes de matarlas, atormentarlas contándoles lo que les haría con sus bisturíes y cuchillos. También, las violaba. Se sentía fuerte, superior a todo, protegido por sus jefes, por su placa de policía, por la impunidad que reinaba en el país. Con ella fue lo mismo. Le gustaba sobre todo doblegar a quienes mostraban cierto refinamiento, cierta educación. Entraba al cuarto con una máscara para no ser identificado. De sólo escuchar su voz, las mujeres temblaban. Ella no fue la excepción. Sin embargo, algo hubo en su mirada que siempre lo desconcertó. La violó una y otra vez, pero nunca en realidad la sintió suya. Nunca con ella pudo sentirse superior. Algo en ella lo cuestionaba, lo hacía sentir mal. La última ocasión que quiso violarla, fue incapaz de hacerlo por una hombría cuestionada y debilitada. Sintió lástima por él y por ella. Tal vez por eso, dijo, simuló un descuido, dejó sueltas sus ataduras y sin cerradura la llave de la puerta. Ella escapó y él quedó con una herida en el alma. Fue como si a él mismo le hubieran sacado los órganos y desde entonces su vida careciera de sentido.

Violeta, al escucharlo, sintió el horror de su cautiverio, de su ropa rasgada a fuerza, de las violaciones varias veces repetidas. En efecto, algo en ella se impuso y no quiso darle a su secuestrador la victoria. Lo miraba con desdén y su cuerpo quedaba convertido en un témpano donde aquel hombre se sentía desolado y huérfano, sin poder alguno.

Lo miró a los ojos. Eran las mismas y malditas pupilas. La misma voz, el mismo cuerpo que tantas veces tuvo encima, restregándose en ella.

Violeta lo observaba cautelosa mientras él se ahogaba en sollozos. Musitaba palabras como mirada, fría, órganos, sangre, nalgas, arrepentimiento. Pronto, él mismo lo supo, la mirada de Violeta era la de aquella mujer. ¡No podía ser tanta ironía! Sin embargo, lo era. No pudo más. Inquieto, cabizbajo, se levantó de manera impulsiva. A ella le dio un vuelco el corazón. Pensó que de nuevo el


hombre la atacaría, que ahí mismo, en su consultorio, la violaría sin piedad. Cerró los ojos. Sólo alcanzó a escuchar la puerta que se abría y se cerraba de golpe.

Violeta no lo supo. El hombre regresó a casa perseguido por esa mirada. Se recostó en su cama, encendió un cigarro, se quedó dormido entre sueños de infierno, lágrimas, golpes y arrepentimiento, y sólo despertó para hallarse en medio de las llamas que habían alcanzado el colchón, las cortinas y su propio cuerpo muerto en vida. Lo aceptó como quien cumple un destino, como si supiera que algún día tendría que pagar por sus crímenes. No luchó, no huyó. Deseó que tanto fuego en su piel y en sus pulmones lo purificara ahora y siempre. Fue devorado por las llamas, no quedó de él ni su sombra.







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